El hombre más sabio que he conocido en toda
mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada se levantaba
del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas
de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos,
de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los
vecinos de la aldea. Azinhaga era su
nombre, en la provincia del Ribatejo. Se
llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos
abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la
noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro
de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los
llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos
libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen
carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos
procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era
proteger su pan de cada día.
A mi me gustaba mucho su vida de campo, mejor aun, me encantaba. Cuándo los veia pasturar con el ramado yo estallaba de felicidad, lo tenía todo. No me faltaba nada, absolutamente nada. Era feliz y mi abuela, cuándo llegábamos a su casa, me preparab una leche de cabra azucarada tan deliciosa que sentía que me moría.
A mi me gustaba mucho su vida de campo, mejor aun, me encantaba. Cuándo los veia pasturar con el ramado yo estallaba de felicidad, lo tenía todo. No me faltaba nada, absolutamente nada. Era feliz y mi abuela, cuándo llegábamos a su casa, me preparab una leche de cabra azucarada tan deliciosa que sentía que me moría.
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